El precio correcto
Elevar el costo de los combustibles fósiles para reducir las emisiones de gases invernadero plantea a las autoridades problemas prácticos pero manejables.
Amenos que se adopten medidas para reducir las emisiones de gases invernadero, se prevé que para 2100 las temperaturas mundiales se sitúen 3–4 grados centígrados por encima de los niveles de la era preindustrial, con el riesgo de que el calentamiento y la inestabilidad climática empeoren todavía más. Países avanzados y en desarrollo se están comprometiendo a reducir sus emisiones a través de contribuciones nacionales en la conferencia de las Naciones Unidas sobre cambio climático de diciembre de 2015 en París (véase el cuadro). Estas contribuciones frenarían considerablemente el calentamiento del planeta, si bien no lo suficiente para contenerlo a los 2 grados centígrados que la comunidad internacional se ha fijado como objetivo.
El principal reto práctico para las autoridades es cómo cumplir estos compromisos, de ser posible mediante políticas que no sobrecarguen la economía y aborden cuestiones sensibles como el impacto del aumento de los precios energéticos para los hogares y empresas vulnerables. El dióxido de carbono es por gran diferencia la principal fuente de gases de efecto invernadero, que atrapan el calor del planeta y provocan su calentamiento. Las políticas deberían centrarse en poner precio a las emisiones de dióxido de carbono procedentes de la quema de combustibles fósiles, lo cual, dado que beneficia el medio ambiente interno, puede redundar en el interés nacional hagan lo que hagan los demás países.
Las emisiones mundiales de dióxido de carbono procedentes de la quema de combustibles superan los 30.000 millones de toneladas métricas anuales; sin medidas de alivio, se prevé que se tripliquen para 2100 por el aumento del uso de energía, especialmente en el mundo en desarrollo. De hecho, las economías en desarrollo, mercados emergentes incluidos, ya generan casi 3/5 partes de las emisiones mundiales; casi la mitad de las cuales entran en la atmósfera y permanecen allí durante más o menos un siglo.
Si bien en todo el mundo es necesario mitigar las emisiones, 20 economías avanzadas y de mercados emergentes generaban en 2012 casi el 80 % de las emisiones mundiales (gráfico 1). El éxito de la conferencia de París dependerá en gran medida de la acción colectiva de estos países.
El carbón genera la mayor cantidad de emisiones de carbono por unidad de energía, seguido del gasóleo, la gasolina y el gas natural. Por tipo de combustible, 44 % de las emisiones mundiales de dióxido de carbono proceden del carbón, 35 % de los productos derivados del petróleo y 20 % del gas natural.
Para reducir estas emisiones también hay que reducir la demanda de combustibles fósiles, sobre todo los de alto contenido de carbono, como el carbón. Los principios económicos básicos nos dicen que la mejor forma de hacerlo es subiendo el precio de los combustibles, lo cual provoca una serie de cambios de comportamiento que se traducen en menos emisiones. Por ejemplo, la demanda de energía disminuirá cuando empresas y hogares opten por productos y bienes de capital energéticamente más eficientes (iluminación, aire acondicionado, vehículos y maquinaria industrial) y conserven energía al usarlos. Los usuarios también optarán por combustibles más limpios, por ejemplo, carbón en vez de gas natural para generar electricidad, y energía eólica, solar, hidráulica y nuclear, que no producen carbono, en lugar de dichos combustibles. En última instancia, quizás algunas grandes fuentes industriales puedan capturar estas emisiones durante la quema de combustibles y almacenarlas bajo tierra.
Lo bueno de tarificar el carbono —imponer cargos al contenido de carbono de los combustibles fósiles o sus emisiones— es que con un solo instrumento se fomentan múltiples cambios de comportamiento en una economía, porque dichos cargos se traducen en un aumento del precio de combustibles, electricidad, etc. Además, genera un equilibrio eficaz en función de los costos entre todas las reacciones, al recompensar del mismo modo la reducción de una tonelada métrica de emisiones en distintos sectores. Una tarificación clara y previsible del dióxido de carbono es también caudal para promover el desarrollo y la aplicación de tecnologías que reduzcan las emisiones, muchas de las cuales, como viviendas más eficientes y tecnologías renovables de costo competitivo, tienen un costo inicial alto y reducen las emisiones durante décadas. Además, la tarificación del carbono incrementa el ingreso público, algo especialmente importante en estos tiempos de gran tensión fiscal.
En cambio, es menos eficiente recurrir a un mosaico de regulaciones, como requisitos de eficiencia energética para automóviles, edificios y aparatos domésticos, y normas sobre uso de fuentes renovables para generar electricidad. Entre otras cosas, es imposible regular todas las actividades (como cuántas personas conducen), y premiar la reducción de una tonelada métrica de emisiones con una tonelada métrica extra puede tener efectos muy distintos según el programa o sector. Los enfoques regulatorios también son más complejos desde el punto de vista administrativo, no ofrecen las señales claras de precios necesarias para redirigir el cambio tecnológico y no elevan el ingreso público. Pero al afectar en menor grado a los precios de la energía, podrían encontrar una resistencia política menor.
La tarificación del carbono puede aplicarse mediante un impuesto sobre las emisiones o un sistema de comercio de derechos de emisión. En este último caso, las empresas necesitan un permiso por tonelada métrica de emisiones y el gobierno restringe las emisiones a un determinado nivel limitando el número de licencias. Si estas licencias (derechos de emisión) se conceden gratuitamente, sus receptores obtienen una ganancia extraordinaria, y los derechos de emisión pueden comerciarse, con lo cual se determina un precio de mercado para los derechos y las emisiones. Asimismo, los sistemas de intercambio de emisiones requieren mecanismos de estabilidad de precios, sobre todo precios máximos y mínimos, para dar lugar a la formación de los precios previsibles que se requieren para fomentar inversiones que reduzcan las emisiones. Pero si, como suele recomendarse, la tarificación del carbono pasa a formar parte de una reforma fiscal más amplia, los derechos de emisión deberán subastarse y los ingresos generados deberán remitirse al ministerio de Hacienda. Un sistema de subastas reduce la necesidad de que se comercien los derechos de emisión.
Acertar
Una correcta aplicación de la tarificación del carbono requiere tres características de diseño básicas y de sentido común.
La primera: los responsables de las políticas deben optar por el modelo que maximice la cobertura de las emisiones. Para ello, pueden imponerse cargos por carbono a los productos derivados de combustibles fósiles por el valor de un factor de emisión (toneladas métricas de dióxido de carbono emitidas por unidad de quema de combustible) multiplicado por un precio del dióxido de carbono. Con esta fórmula, un cargo de US$30/tonelada métrica de dióxido de carbono elevaría el precio del barril de petróleo en unos US$10. Estos cargos pueden representar una ampliación de los impuestos sobre la gasolina y el gasóleo, muy arraigados en la mayoría de los países y de los más sencillos de recaudar. Los cargos por carbono pueden incorporarse a estos impuestos y aplicarse cargos similares al suministro de otros productos derivados del petróleo, carbón y gas natural, ya sea en el punto de extracción (cabeza de pozo o boca de la mina), en el punto de importación, si se compra en el extranjero, o tras procesar el combustible, por ejemplo en la refinería (Calder, 2015).
También podrían imponerse estos cargos en fases posteriores, es decir, sobre las emisiones de las centrales eléctricas y otras grandes fuentes industriales. No obstante, esta opción no incluiría las fuentes de pequeña escala (hogares y vehículos), que suelen representar alrededor de la mitad de las emisiones de dióxido de carbono. Para incluir estas emisiones la tarificación en fases posteriores debe combinarse con otros instrumentos, como impuestos sobre carreteras y combustibles para calefacción.
La segunda característica de diseño clave es el precio. Aunque las contribuciones nacionales antes mencionadas suelen ser objetivos de reducción de emisiones, el cambio climático viene determinado por las emisiones mundiales durante décadas o siglos, no por las emisiones anuales de un país. Lo ideal sería que los países cumpliesen los objetivos en promedio (con precios estables), más que tener que respetar escrupulosamente los límites de emisión anuales (con precios inestables). Las predicciones generales de los precios necesarios para cumplir estos promedios podrían basarse en las futuras emisiones de dióxido de carbono procedentes del uso de combustibles, los efectos de la tarificación sobre los precios de los combustibles y la sensibilidad del uso de un combustible a una variación de su precio. Dichas previsiones podrían ajustarse si las emisiones futuras se desvían del objetivo.
Otra opción sería basar los precios en estimaciones de los daños mundiales que provoca cada tonelada métrica extra de dióxido de carbono en términos de pérdidas agrícolas, aumento del nivel del mar, costos de salud y pérdida de producción causadas por fenómenos climatológicos extremos. Un estudio del gobierno de Estados Unidos (Grupo de Trabajo Interinstitucional, 2013) valora estos daños en unos US$50/tonelada métrica por emisiones en 2020 en dólares corrientes.
La tercera característica clave es el uso eficiente de los ingresos. El gráfico 2 muestra cálculos simples de los ingresos que habrían conseguido en 2012 los grandes emisores si hubiese existido un impuesto sobre el dióxido de carbono de US$30/tonelada. El aumento del ingreso público —más de 1 % del PIB en muchos casos— habría sido destacable. Si bien las bases imponibles se van erosionando a medida que aumenta el precio del carbono —porque los usuarios dejan de utilizar los combustibles más gravados—, es probable que los ingresos no alcancen su máximo hasta un futuro lejano.
Los ingresos recaudados podrían utilizarse para reducir los impuestos sobre mano de obra y capital, que distorsionan la actividad económica y dañan el crecimiento. Así pues, la tarificación del carbono puede basarse en sistemas tributarios más inteligentes y eficientes en lugar de impuestos más elevados, sin imponer grandes cargas a la economía al uso del dinero de los contribuyentes.
Optar por un impuesto sobre el carbono en lugar de otras políticas de mitigación puede tener gran sentido en las economías en desarrollo, donde los instrumentos tributarios generales (por ejemplo, impuestos sobre la renta o los beneficios de las empresas) pueden no llegar a vastos sectores informales. En estas situaciones, los ingresos derivados de la tarificación del carbono podrían invertirse de forma productiva en salud, educación e infraestructuras que, de lo contrario, quedarían sin financiamiento.
Tomar decisiones acertadas
Los sistemas de tarificación del carbono están proliferando: casi 40 países disponen de uno a nivel nacional (28 forman parte del sistema de intercambio de derechos de emisiones de la Unión Europea) y existen más de 20 mecanismos de tarificación a nivel regional o local (Banco Mundial, 2015). No obstante, estos mecanismos formales solo cubren un 12 % de las emisiones mundiales y, desde el punto de vista ambiental, sus precios son demasiado bajos, por lo general inferiores a US$10/tonelada. Es necesario ampliar la cobertura de emisiones y subir los precios.
A nivel nacional, un problema es la carga que el alza de los precios energéticos supone para los hogares de bajo ingreso. Sin embargo, mantener los precios por debajo del nivel necesario para cubrir la oferta y los costos ambientales de la energía, como hacen muchos países, no es forma eficaz de ayudar a los pobres. El grueso de los beneficios, en general más del 90 %, según estimaciones del FMI (Arze del Granado, Coady y Gillingham, 2012), se concentra en la población de ingresos más altos, cuyo consumo energético per cápita es superior al de los pobres. Más efectivas para combatir la pobreza son medidas como los ajustes de los sistemas de impuestos y prestaciones, que quizá solo requieran una pequeña parte de los ingresos generados por la tarificación del carbono (Dinan, 2015). En países donde no se lleva registro de los pobres, quizá sea necesario invertir en programas focalizados de salud, educación y trabajo, pero estos programas derrochan recursos, porque a menudo también benefician a quienes no son pobres. Sea como fuere, hay que centrarse en un conjunto de medidas de política y no solo en el componente que eleva los precios de la energía.
El aumento de los precios de la energía perjudica también a las industrias que hacen uso intensivo de ella, en especial las manufacturas de acero, aluminio y vidrio, muy expuestas al comercio internacional y, por tanto, incapaces de elevar mucho los precios cuando aumentan los costos de los insumos. No obstante, la asignación eficiente de los recursos productivos de una economía requiere sustraer mano de obra y capital a las actividades que no resultan rentables con precios eficientes para la energía. Quizá se requiera asistencia temporal, como programas de capacitación para los trabajadores y apoyo a las empresas. Muchos han propuesto equiparar las condiciones imponiendo cargos sobre el carbono contenido en los productos importados, pero estos cargos son polémicos, por la dificultad de medir el carbono y por los riesgos de represalias comerciales. La coordinación internacional de los precios del carbono reduciría los problemas de competitividad.
Un gran obstáculo a la coordinación de la reducción de emisiones ha sido la renuencia de los países a incurrir en costos de mitigación de emisiones cuando el efecto climático beneficia en gran medida a otros países. Pero la tarificación del carbono puede reportar ventajas a muchos países, ya que conlleva beneficios ambientales: el más importante, las vidas que se salvan al reducir la contaminación a escala local, porque la tarificación reduce el uso de carbón, gasóleo y otros combustibles sucios (gráfico 3). El FMI (Parry, Veung y Heine, 2014) estima que, en promedio, los beneficios adicionales habrían justificado un precio de US$57/tonelada métrica para el dióxido de carbono de los grandes emisores en 2010, y que este precio habría provocado una reducción de las emisiones mundiales en torno al 10 %.
Esto significa que muchos países harían mejor en adoptar de forma unilateral una tarificación del carbono que, como mínimo, aborde los problemas locales y genere ingresos. Además, contribuirían a aliviar el problema a escala mundial. No es necesario esperar a que otros países progresen en sus contribuciones. No obstante, cuando un país aplica un sistema de tarificación del carbono, es posible potenciar sus esfuerzos mediante la coordinación internacional.
En este contexto, estaría indicado llegar a un acuerdo sobre un precio mínimo del carbono. Dicho acuerdo podría negociarse inicialmente entre un número limitado de países interesados, como complemento del proceso de contribuciones nacionales previstas. Los precios mínimos ofrecen cierta protección a las industrias que compiten con las importaciones de otros países partes del acuerdo y permiten a la vez a cada país fijar precios más altos para el carbono si así lo desean por motivos fiscales, ambientales u otros motivos internos. Además, debería ser más sencillo negociar un único precio mínimo entre países que negociar un objetivo de emisiones para cada país. De hecho, en otros ámbitos (como la Unión Europea) se han introducido mínimos en el caso de los impuestos sobre el valor agregado y los impuestos sobre el alcohol, el tabaco y los productos energéticos.
Los ministerios de Hacienda deben actuar
La caída de los precios energéticos, la dinámica de mitigación posterior a la conferencia de París y la necesidad a largo plazo de generar ingresos que permitan una reforma fiscal más amplia ofrecen una oportunidad única para introducir gradualmente impuestos sobre el carbono o instrumentos parecidos. Los ministerios de Hacienda participan cada vez más en el diálogo sobre políticas y pueden asumir un papel clave en la integración de la tarificación del carbono en el sistema fiscal general, para respaldar la transición hacia economías con menor consumo de carbono.
Fuente: Finanzas y Desarrollo – Por Ian Parry