Reflexiones de un auditor sobre el fraude y la corrupción
Si la frecuencia con la que se cita un tema es un indicador de hasta qué punto este se ha convertido en una obsesión para los accionistas de una organización, sus directivos o la opinión pública, podríamos afirmar que el tópico más popular en los corrillos políticos, en los pasillos de las instituciones académicas y hasta en las conversaciones de sobremesa de los latinos es, precisamente, el fraude y la corrupción. Al parecer, todos tenemos una idea de qué es, cuáles son sus causas, cómo nos afecta, cuánto cuesta o a quién achacársela. Aunque las explicaciones sean divergentes, las metodologías para fijar sus parámetros puedan ser por lo menos cuestionables, o las posturas carezcan de fundamento objetivo, se ha vuelto un lugar común incluir alguna reflexión sobre este tema a la menor provocación.
Considero que, para la vida democrática del país y para el mejoramiento de todo tipo de Organización Pública o Privada, es sano que este asunto se ventile, que exista entre la ciudadanía una conciencia de su impacto y que todos los sectores involucrados en el análisis del tema busquen nuevas aproximaciones y enfoques a su comprensión. Sin embargo, una eventual saturación de la opinión pública respecto a la diaria presencia de la corrupción en los distintos ámbitos del quehacer social, podría conducir a privilegiar el análisis del síntoma a través de un despliegue de mecanismos en cuanto a la creación de categorías, el diseño de esquemas y modelos y la determinación de una taxonomía exhaustiva de sus manifestaciones y consecuencias. A mi parecer, esto conduce a la trivialización del problema y podría alejarnos de pensar más bien en cómo combatirlo.
Las instituciones encargadas de las tareas de auditoría, tanto interna como gubernamental, comparten la responsabilidad de actuar de manera profesional para coadyuvar a limitar y revertir la situación comentada. Si el fraude y la corrupción se valen de la colusión de intereses, de su negación de la ética y del ocultamiento de su proceder, los organismos gubernamentales y privados deberán diseñar una estrategia que coordine sus esfuerzos. La estrategia actual, basada en la implementación del sistema anticorrupción, busca ofrecer una respuesta multidimensional dentro del gobierno, pero este no es suficiente, se requiere que igualmente en el sector privado se promueva una estrategia similar, con la debida coordinación entre ambas.
Existen elementos que podrían tener un fuerte impacto en este sentido, cuya implementación es factible en el corto y mediano plazo:
- La promoción de la independencia de los órganos auditores para garantizar la confiabilidad de los resultados de auditoría, puesto que estos constituyen una primera línea para generar incentivos contra la corrupción.
- El fortalecimiento de los sistemas de control interno políticas y procedimientos que garantizan que una institución cumpla sus objetivos, reconozca, gestione y minimice los riesgos a los que se enfrenta de una manera eficaz, es una condición indispensable para desincentivar conductas irregulares y prevenir actos de fraude y corrupción.
- La promoción y evaluación de la integridad al interior de las organizaciones.
- La elevación radical de los costos a través de sanciones severas, no casuísticas o coyunturales, sino en función de estructurar su tipología y aplicación como un elemento disuasivo contra la colusión, las redes de intereses y los futuros infractores.
- El uso de la denuncia interna (publicación voluntaria de información privada por un miembro o ex–miembro de una organización, por canales de comunicación distintos a los habituales) a fin de dar datos concretos y sustantivos para su investigación por los auditores y su denuncia a las autoridades competentes.
En suma, se debe buscar crear un ambiente de control efectivo en el que los incentivos personales del funcionario se alineen con el interés público o de la organización.
Fuente: Revista del Fraude – Juan M. Portal